Entrevista con Cambó.

Francesc Cambó i Batlle (Verges, 1876-Buenos Aires, 1947)

La cita es en el Museo del Prado. Cambó, con su larga barba de punta cabruna, es el más hipster entre todos los hipsters que se hacen selfies ante el tercer episodio del  Nastagio degli Onesti, de Botticelli. Desentona, tal vez, su levita de corte impecable. Es lo que tienen los viajes espaciotemporales por sorpresa, te teletransportan con lo puesto.

P: Señor Cambó, para haber fallecido de una peritonitis, del tifus y una septicemia, según la prensa de la época, luce usted de lo más gallardo.

R: Qué coño tifus…

Cambó se congestiona ante la pregunta, pero luego su mirada se posa en el cuadro que tenemos enfrente, una donación suya al museo en la que se ve a una mujer desnuda a la que los perros muerden, y transmuta su rabia en expresión soñadora.

P: Coño, coños, huyyy, coños, qué ricos…

P: ¡Céntrese, señor Cambó, es usted un prócer de la patria!

R: Perdón, me pierde la libido. ¡Qué cogí unas fiebres tifoideas al lavarme los dientes con aguas contaminadas!, dicen. No, caballero, fue folgando.

P: ¿Con la Mercé, su eterno amor con el que por fin pudo casarse a los 70 años después de 20 de relación?

R: Con esa no. Pude antes y no quise, no sea lelo, caballero. No quería compartir con ella mi dinero. Por eso, pedí ser sometido a las disposiciones del Derecho Foral catalán cuando hice testamento.

P: Y yo que pensaba…

R: Usted y todos, según les conviene, piensan. Sólo quería dejarle algún dinerillo a mi hija Helena. La ley no lo permitía por ser Helena hija ilegítima, así que tuve que casarme con la vieja puta de su madre.

P: ¡Tenía veinte años menos que usted, señor Cambó!

R: Lo dicho, una puta vieja de cincuenta años. No sirvió de nada, los raspamonedas de los argentinos impugnaron el testamento, para cobrar también ellos su diezmo. Al final, enfrentadas la madre y la hija, España y Argentina. Los habría desollado vivos a todos por llevar a juicio mis últimas voluntades.

P: ¿Cuáles eran, exactamente, sus últimas voluntades?

R: Seguir viviendo, caballero. No que disfruten de mi dinero la ristra de descendientes de mi prolífica hija. Catorce nietos me dio. ¡Se imagina usted una comida de Sant Esteban, una fortuna en galets y carn d’olla¡

P: ¡Era usted un hombre de posibles, señor Cambo!

R: Usted no sabe, caballero, cuán duro es conseguir información privilegiada. Copiosas cenas con ministros, salidas a los cabarés, visitas a burdeles con el consabido conocimiento carnal. Extenuante.

P: Fue también usted un precursor de las puertas giratorias.

R: La expresión la inventamos l´avi del preparado y yo, un día a la salida del casino de Estoril. Con una cogorza… No había manera de que la puta puerta dejase de dar vueltas. La vida es una tómbola, íbamos cantando.

P: ¡Qué vida la suya! Entiendo que ahora prefiera ver este cuadro de Botticelli a su busto en Barcelona lleno de pintura.

R: Desagradecidos. Les enseñé a ser bisagra en Madrid, decir una cosa y su contrario; a enriquecer cada república independiente de nuestra casa, saga, clan. Luché por esas tradiciones tan de nuestro país como el matrimonio con separación de bienes.

P: Desconfiaba del amor, señor Cambó, pero abogó por un estado federal, trabajó en el estatuto de autonomía, en el fondo cierta forma de compartir anhelos de bienestar.

R: “O Bismarck de España o Bolívar de Cataluña”, me planteó Alcalá-Zamora. Ni uno ni otro. Abogué, ante todo, por mi autonomía. La encontré en Argentina. Otros veo que la alcanzaron en Andorra. Aunque no cambio la pampa argentina, las argentinas en general [mirada de sátiro], por una calle en Andorra llena de tiendas atendidas por portuguesas por depilar.

P: No se permiten comentarios xenófobos, ni misóginos, ni…

R: Tiquismiquis, pedazo de tiquismiquis que sois los del siglo XXI. A mí me tildaron de judío y no dije ni mú, fui el más devoto de los católicos a ojos de la sociedad. De puertas para adentro… soy una matrioska, un poco como Pujol, dijo soñador…

Volvió a contemplar el cuadro de Boticelli. Dijo adiós y desapareció. De Cambó sólo quedó de naftalina el olor.

 

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