Por Jaume Darrer.
España se transforma tan aceleradamente que nadie que se acueste hoy la reconocerá mañana al despertarse (si es que opta por hacerlo). Y eso no afecta sólo a las costumbres, al nivel cultural, al nivel educativo, a los niveles de renta (descendentes todos ellos para la mayoría, por supuesto), sino también, ¡oh portento!, a la geografía. Parece, en efecto, que el nada caudaloso río Llobregat (Rubricatus, para los romanos), sin dejar de desembocar (con caudales también decrecientes) en el mar Mediterráneo, lleva un tiempo aportando agua al Manzanares o, como mínimo, al Canal de Isabel II (el de los continuos chanchullos, corruptelas y maniobras privatizadoras).
No de otro modo me puedo explicar que diversos partidos políticos de ámbito nacional (y, por tanto, con sede central en Madrid) se vean tan condicionados por los problemas que afectan a la cuenca natural del Llobregat, la siempre inquieta e inquietante Cataluña. La causa tiene que ser, por fuerza, que el agua que se bebe en Madrid esté cada vez más mezclada (¿contaminada?) con la que brota de las alturas del Pirineo catalán.
Sin duda es un misterio cómo tal cosa pueda suceder (quizá, en un alarde de ingeniería subterránea ―una más de las proezas subterráneas que distinguen al país―, avezados ingenieros de minas afiliados a Compromís ―nombre que lo dice todo― han construido estos últimos años, sin que nadie se apercibiera, un túnel de trasvase que ríase usted del Tajo-Segura). Pero más misterio sería, sin recurrir a esa explicación, que dirigentes políticos que deben preocuparse por los intereses de la ciudadanía española en general dediquen tantísimo tiempo a preocuparse por la ciudadanía residente en el triángulo nororiental de la península. Mejor dicho, no por toda ella, sino por una parte de ella que ni siquiera llega a la mitad.
Y no es que dicha preocupación se deba exclusivamente a un exceso de cariño: de hecho hay tanto de simpatía en unos como de antipatía en otros. El único sentimiento en el que todos esos preocupados coinciden es en el olímpico desprecio hacia la otra más que mitad de catalanes que no comparten las inquietudes de los mencionados objetos de atención preferente.
Si se tiene en cuenta que estos últimos se comportan como los hijos díscolos de la familia hispana (adjetivo, éste, del que por cierto no se cansan de renegar), podemos decir que nos hallamos ante el típico fenómeno elevado a parábola por los evangelios: el hijo pródigo que abandona el hogar paterno (y materno también, claro) y automáticamente pasa a ser el centro de todos los desvelos familiares, mientras los dóciles vástagos que permanecen lealmente al pie del cañón se vuelven transparentes a los ojos de los progenitores, como si no existieran.
Volviendo a la explicación hidrológica, podría ello deberse al hecho de que la mayor parte de las aguas hipotéticamente trasvasadas las recoge el Llobregat en la mitad superior de su cuenca, hasta Manresa, más o menos, tierras donde la hegemonía de los catalanes objeto de los desvelos hispánicos es prácticamente total. Y, para postre, bordea a partir de ahí el macizo de Montserrat, sancta sactorum de los susodichos (aunque ciertamente polivalente, porque lo mismo vale para dar nombre y patronazgo a un tercio de voluntarios del ejército de Franco que para albergar una asamblea de opositores al mismo).
Sea ello como fuere, lo cierto es que, mientras en Madrid algunos toman las aguas, en Cataluña hay una parte que lleva años tomándoles la medida a ellos y otra parte que no para de tragar quina por culpa de unos y de otros. Y lo único claro que está resultando de todo esto es que tanto en la cuenca del Manzanares como en la del Llobregat, con trasvase o sin trasvase, las aguas de la política bajan turbias y parece que pasará tiempo antes de que vuelvan a ser potables. En Cataluña, al menos, tenemos una solución de emergencia: pasarnos al agua de Vichy.